La luz de una vela

Primera salida al mundo tras una noche larga que ha durado demasiado. El corazón henchido de felicidad y los ojos repletos de ilusión. Todo seguía maravillosamente igual y al mismo tiempo radicalmente diferente, como siempre, y es que, le pese a quien le pese, el mundo continúa (y continuará girando) con o sin nuestra intervención en esta tremenda partida de cartas que es la vida. Repartas, barajes, juegues o pases, la partida nunca termina.

Demasiadas decepciones y frustraciones acumuladas se agolpan en el maletero de ese coche invisible que nos lleva y nos trae en función de los deseos de un hado incierto y caprichoso que termina por jugarnos siempre una nueva mala pasada. Aún así, te miras al espejo una mañana y piensas, ¿de qué demonios me quejo? Estoy sano, tengo familia y amigos, compañeros con los que hago una parte del camino, un plato de comida caliente en la mesa y cuatro paredes que me acogen. Me dedico a algo que me gusta y recibo más amor del que probablemente jamás llegaré a poder ofrecer. ¿Tengo derecho a mirar egoístamente al centro de mi diminuto universo y escupir al cielo? ¿Para qué? Todos conocemos el repulsivo final de este gesto fútil.

Sin embargo, de cuando en cuando, debe llegar la noche para poder admirar con más ilusión el nuevo día. Así son las cosas y así debemos asumirlas, aceptarlas y cargar con ellas, porque la oscuridad nunca dura para siempre ni, como dijo el sabio místico, puede extinguir la luz de una tímida vela.

Abracemos la luz y bañémonos en ella, porque es la calma que precede a la tormenta del alma humana. Tomemos fuerzas para lo que ha de venir, pues la noche regresará, pero la venceremos, no os quepa duda, una vez más, siempre una vez más…