Concurso de relatos vampíricos del Proyecto Lecturas Viajeras - 4ª Parte

Los chicos que conforman el alma del proyecto Lecturas Viajeras de ARCE están dándolo todo en el concurso de relatos. Os dejo la cuarta entrega con dos nuevas historias de vampiros. No os las perdáis.

 

JORGE, EL NIÑO VAMPIRO

 

Una tarde de verano, de hace unos años, Jorge, un chico gótico salía de su casa después de haber discutido con sus padres. Él metió lo que pudo en una bolsa y se fue, ya no aguantaba más. Andando por la calle, solo, tenia frío y no sabia donde dormir, ni donde comer hasta que un hombre alto, con una capa negra que le llegaba del cuello al suelo, le ofreció cobijo a cambio de nada, a el le extraño pero pensando que seria de los suyos, gótico, no le pasaría nada.

En el coche del extraño tipo, Jorge empezó a fijarse en una serie de cosas que le asustaban, el coche tenia la tapicería totalmente manchada de rojo, por todos lados, sus colmillos eran grandes, y sobre todo, las miradas malignas que jorge recibía del tipo de vez en cuando. Más tarde, cuando el coche se paró, llegaron a una mansión enorme, en medio de la nada, sin ningún tipo de seguridad, Jorge cada minuto que pasaba, se arrepentía mas de haberse subido al coche con el hombre de negro.

Al entrar a la casa, había muchas personas, por lo menos 30 personas que le miraron como si fuera un extraño y al cabo de un rato, cuando llevaron a Jorge a la habitación de invitados, él escucho como les pedían explicaciones de porque había traído a un humano y jorge escucho lo que querían, QUERIAN CONVERTIRLE EN UNO DE ELLOS. Jorge, aterrorizado, pensó en la manera de escapar pero no había manera así que empezó a asumir que se convertiría en vampiro, que tendría que matar a gente de su misma especie para poder vivir, que no volvería a ver el sol… la única huída era la muerte pero jorge temía mas a la muerte que a ser vampiro, por una parte es el tipo de vida que buscan los góticos ¿no?.

Jorge, triste, bajo cuando lo llamaron para cenar pero no le hicieron una cena precisamente, era un ritual en el que participaban todos los habitantes vampiros de esa casa. Lo sentaron y lo pusieron en una habitación llena de velas y se cogieron todos de la mano excepto el jefe, que se puso al lado de jorge e hizo los honores de convertirlo. Lo que querían los vampiros de él era muy simple, ampliar su “familia” para poder luchar contra los humanos y que sólo existieran vampiros .

Con el ritual finalizado, Jorge no era el mismo, ahora era malo, pero malo de verdad, y lo mandaron a su antigua casa, pero ya no era el mismo, no notaba ningún sentamiento hacia sus padres, estaba más pálido de lo normal, y las dos marcas en el cuello eran imposibles de disimular.

Los padres estuvieron fijándose en la actitud de Jorge, ellos suponían que su hijo pasaba de todo y tal cosa seríapor la llamada “edad del pavo”, pero más tarde, se dieron cuenta de que, aunque les resultara raro, se había convertido en un vampiro, real o imaginario, pero tenia los síntomas, sobre todo cuando bajaba a comer y había ajos en la cocina, que ni siquiera entraba. Entonces llamaron a un especialista pero Jorge se percato de lo que querían hacer y los mató de un mordisco en el cuello a los dos.

Jorge y sus padres adquirieron poderes como supervelocidad y el poder de vivir como humanos ,aunque en realidad por la noche eran vampiros.

El infierno de ser un vampiro no le gustaba ni siquiera al mismísimo Jorge, involuntariamente cada vez que mataba es como si le estuvieran rompiendo el corazón. Jorge, por las mañanas, reflexionaba sobre lo que era y acabo en el suicidio, claro después de despertarse en medio de la ciudad y al lado de 200 muertos sin sangre ninguna. Se suicido clavándose una daga en el pecho. Sus padres lograron acabar con los vampiros, gracias a que acudieron en ayuda de expertos para poder librarse de la maldición de ser vampiros. Después de librarse de ser vampiros, reunieron un ejército de miles de personas, las cuales fueron guiadas por los padres del difunto jorge y lucharon contra los vampiros, realizando el mismo método de clavar dagas en el pecho de los vampiros como había hecho jorge. Acabaron con todos excepto por uno que se escapo. Se supone que el vampiro ese que escapo formaría otra familia en otro lado pero seguro que ya no volvería a molestar más a esta ciudad.

El recuerdo de Jorge persigue a sus padres y piensan que es culpa suya ,siempre lo recordaran como el niño gótico encantador, que nunca le haría daño a una mosca.

Daniel Sánchez Ros .

 

EL NUEVO SEÑOR

PRÓLOGO:
-Bienvenido sea a esta propiedad, Dr. Alaján – comenta el mayordomo con una fórmula mil veces ensayada – le advierto que ha sido usted muy afortunado al adquirirla. Muchos nobles que rondan lares más próximos han estado guerreando décadas por conseguirla, pero sin duda su puja ha sido más que generosa para conseguir la finca. Felicidades.
El aludido baja de la calesa asintiendo con un gesto de cierto hastío. Piensa en otro sirviente pedante más a su cargo y reza a Dios para que al menos no sea insistente. Dedicando una sonrisa de cortesía saca su equipaje del carromato y se dispone a cruzar el herrumbroso umbral que bien protege su nuevo hogar. Rodea con la mirada todo el perímetro, otea el recargado simbolismo religioso en las verjas.
-Veo que el antiguo dueño era creyente – comenta mientras le roban las cargas de las manos hacia la casona.
-Terminó decrépito por su devoción a Dios, señor – silencio – Pero no se preocupe, está bajo tierra ya y la casa ha sido bendecida en numerosas ocasiones como postuló en sus últimos días. Todo este terreno es más puro que el camposanto e incluso más inexorable para el mal. Debe sentirse muy afortunado.
Con el mismo gesto de pesadez que al principio continua en dirección a los portones. El criado, además de adulador resultó ser parlanchín. Sin mediar respuesta se introdujo en la morada. La entrada era espaciosa y había ornatos de alta clase y gusto por todos lados. Ante él, dos amplias escaleras se unían al subir para dar paso a la planta superior, cubiertas de alfombras. A su derecha, además de las múltiples salas a las que daba aquella estancia principal, puede ver un hermoso y llamativo cuadro de la pasión de Cristo. No puede reprimir encogerse de pavor al comprobar la precisión de los trazos. Aquella obra era sumamente realista. Jamás en España había visto una igual.
-Baptiste, ¿Sabe quién ha pintado este óleo? Es impresionante.
-Según tengo entendido el antiguo amo de la finca, señor.
Silencio. Fernando se acerca cuanto se permite a la obra, intentando buscar un defecto en aquella maravillosa estampa y de algún modo comprende el apasionado fanatismo de su predecesor. Aquella belleza era digna de locura. Dio la orden de retirarse el resto del día al servicio, cierra a cal y canto las entradas a la mansión y pasa parte de la noche en el salón, probando un viejo coñac que resiste el paso del tiempo en una vitrina escondido. No se molesta en investigar la casa que tenía en mente, los rincones incontablemente milimetrados. Ahora, esa pequeña mansión en mitad de la nada rumana es suya. Se recuesta plácidamente con un gesto socarrón. Está sufriendo y cada vez menos. Baptiste era un iluso. Un perfecto iluso
El día siguiente es bastante fructuoso. A primera hora de la mañana, convoca al servicio en la entrada para dejar claras sus directrices. Puntualidad, productividad y clase. El español deja de lado el trato cercano y da aviso de la llegada de sus propios ayudantes españoles. Les comenta que a diferencia de él, como estudioso, desconocen la lengua natal de aquellas tierras por lo que ruega que disculpen su mutismo e introversión. Lo que desconcierta a muchos fue ese leve gesto de amenaza tras el punto de información. Donde en una seria sonrisa señorial escuchan disculpas, entienden órdenes que les impiden cualquier relación. Alaján, tras sus cabezas gachas se jacta de su terror. El discurso se prolonga un par de minutos más, con índole ya más concreta y administrativa. Horarios y formas bailotean alrededor de toda la charla y al acabar, como el día anterior, les concede vía libre. Los quiere descansados para el día siguiente, dice.
***
La nevada de la madrugada rompe alguna que otra techumbre mal construida. En el seno de los hogares late un fuego que protege a sus habitantes, que hacen oídos sordos del mal que les acecha. Algo común sucede en mitad de la noche, un grito desgarrador que los desvela. Aguardan en silencio. Esperan otra noche a que acabe la agonía de algún incauto. Mañana será otro día.
Parte 1: Alaján no está solo.
Sur de Rumanía, quince años después.
Marcos arribaba a la aldea por el destartalado camino viejo. Todavía no acababa de amanecer y él ya se sentía algo molesto por los primeros rayos matutinos. Echó un sorbo a una petaca y se echó la capucha del manto que le cubría. Desde la lejanía apenas parecía un espectro que guiaba un carro tirado por un cansado burro.
-Arrea Cicerón, estamos a dos pasos del descanso.
La densa bruma invernal rodeaba a los peregrinos. Muchos ganaderos les habían advertido de ella antes de partir de Bucarest y que era peligroso salir carne al descubierto con el peligro de los lobos pero el joven sabía muy bien que eso no sería problema. Debía aprovechar las noches para avanzar, se sentía más fresco y había acostumbrado a su borrico a la vida nocturna. Y no necesitaba más protección que sonar de sus respiros. Aquel silencioso aviso alejaba los instintos predadores de las bestias menores que él. Perdido en sus pensares, había olvidado que acababa de avistar una construcción a lo lejos. Quizás le dieran cobijo, lo que le convendría más por su animal que por él mismo. Sin embargo, llevaba semanas buscando un no por respuesta o una mera ausencia de ella en los humildes y hospitalarios hogares rumanos.
A pesar de lo pronto que prendían los rumores era difícil localizar el punto exacto del que provenían. Así lo había comprobado. Eran testigos sus huellas en el barro de haber pateado todo el centro del país. Hasta que no bajó a la capital le fue imposible saber del lugar al que ya todos conocían como la mancha negra, aquellos lares donde se hallaba lo que perseguía desde que conoció el dolor del sol. Cuan aguda era la memoria de su estirpe a través de los siglos y cuan afilado era el dolor para alguien que, como él, había decidido vengarse.
Mascando estas ideas se le escapaba una mueca de fastidio y sarcasmo a la par. Buscaba una venganza novelesca, atroz como los crímenes que pendían tras las espaldas de su presa y no evitaba sentirse rebajado a la más tosca y burda baja ralea. Por ese motivo su venganza no culminaba en la destrucción. Padecería sus pecados. Se arrepentiría, literalmente.
Al encontrar la puerta de lo que por lo que rezaba el letrero como posada, no se detuvo a pensar en las horas y llamó con fuerza. Tres secos golpes. Silencio.
-¿Hay alguien? Busco cobijo – la misma respuesta- Perdí el rumbo con mi borrico al anochecer y he vagado en mitad de la niebla en busca de techo sobre el que dormir – mintió descaradamente con una temida naturalidad.
Golpeó de nuevo e igual. Frunció el ceño y resignado decidió escrutar la puerta. Atendió a los muchos crucifijos que pendían de las ventanas y que aparecían pintados en las mismas puertas. Se llevó la mano al suyo propio y después a una cicatriz quemada que tenía en el pecho. Los demonios aprendían a sobrevivir a los símbolos religiosos, a las supersticiones. Descartó la idea de que hubiera errado y no se encontrara más que ante una construcción abandonada. Olía sangre viva en el interior. Sabía que hasta que el sol no hubiese salido completamente nadie abriría y eso le gustó. Se recostó al pie del portal, con cuidado de que su cuerpo no tocara la gélida piedra que despejaba de nieve con las manos. Llamó a Cicerón junto a él y le echó otra manta que guardaba en una de sus alforjas.
Aguardó menos de lo previsto cuando una moza empezó a traquetear con la puerta para acabar abriéndola. Fue a pasar cuando se dio cuenta de las ristras de ajos que había en torno a la puerta. La posadera, que se percató de ello le advirtió en severa amenaza.
-¿Algún inconveniente, viajero? No acostumbramos a recibir clientela a estas horas de la madrugada y menos aún en invierno, que amanece menos y más tarde.
Marcos aceptó el embiste perforador de su postura con un aire de simpleza. Para no delatar más inconveniente detuvo su monta en el portal y pasó adentro, reprimiendo las nauseas que le producían aquellos frutos endiablados, valga la ironía. Llegó a la altura de su acompañante, sacando una bolsa con monedas en su interior. Había contado cuidadosamente la cantidad para que le permitiese reposar en esos páramos al menos unos días. Se la lanzó a la mujer, añadiendo.
-Como le dije mientras moría de frío afuera, me he perdido. Querría descansar un par de noches, ¿le es bastante con eso?
Sopesando la proposición del forastero y ante su inmunidad en el paso del portón, endulzó sus amargos rasgos. A pesar de ello, el chaval apreciaba un reconforte amargo, tenía un miedo causado por años hostigados, de pesadumbre, de haber perdido a muchos conocidos truculentamente.
-Aquí hay al menos para cuatro noches – dicho esto volvió tras un mostrador de madera, al fondo de la estancia.
El lugar era acogedor. Un crepitante fuego recién encendido rugía a su derecha, bajo la escalera. Aquel sitio estaba hecho de piedra, posiblemente fuera un refugio medieval. Su interior había sido revestido de madera que contrastaba con el helor pétreo. Mesas y sillas, sencillas y atemporales, centros de velas, una descuidada y embriagadora oscuridad, sillones repartidos de aquí para allá y sobre uno de ellos una moza de piernas desvestidas y hombros al aire. Quedó pensativo hasta que la posadera le interrumpió.
-Veo que ha echado ojo a una de nuestras señoritas. ¿Cómo se llama usted, joven? – le comentó mientras volvía su atención a ella. Se percató de que continuaba con ropa de noche y que posiblemente la había despertado de su sueño.
-Uceda, Marcos Uceda. – calló todavía aturdido — ¿Señoritas?
Algo de lo que dijo pareció sumamente gracioso a la posadera. Él, intrigado, sin entender muy bien a qué se refería se sintió estúpido. A los segundos cayó en la cuenta de sobre qué y por ello notó que debía descansar. No rendía para nada.
-Disculpe mi embotamiento, he vagado toda la noche algo atemorizado y digamos que ando lento de entendederas.
Más risas, estas casi apenadas.
-Dispense, es buena señal que conserve la inocencia. Parece joven, ¿qué edad ronda?
-Dieciséis. Emancipado por orfandad.
Su confesión precedió un incómodo silencio. La joven lumia que expectaba decidió retirarse a su alcoba a descansar un rato antes de que el local se llenase a mediodía y tuviese más trabajo. La posadera fue a articular una disculpa pero Marcos se adelantó.
-Esté tranquila, fue hace mucho – espetó con impasibilidad – ya no hay nada sobre lo que lamentar, queda vivir.
Creyó leer una admirada mueca de soslayo. De súbito le imperó la necesidad de volver a lo que le atenía, prosiguiendo con la plática.
-Necesitaré un hueco en las cuadras para Cicerón – acabó sin darle tiempo a decir más a la muchacha con una mueca en la cara que amagaba la sonrisa. – Es mi burro.
-Descanse tranquilo, lo llevaré allí de inmediato.
El joven hizo un gesto con la cabeza en señal de aprobación y tomó marcha a su dormitorio. Tenía que ultimar unos detalles antes de caer rendido.
***
El día en la propiedad Alaján comienza temprano. Antes del alba, el servicio despierta con cuatro campanadas que da el reloj de sus acomodados barracones. Se visten, desayunan ricamente y prestos vuelan hacia la casa principal. Entran por las cuadras, donde comienza a partirse el costado la mitad del grupo en el cuidado de los muchos y variados animales que posee el doctor. El resto accede a un patio interior donde tras aguardar unos minutos, formados, llegan los sirvientes españoles. Al igual que los demás, la mitad de la cuadrilla trabaja con las fieras más exóticas del señor, demasiado delicadas para unas manos ignorantes: el flamenco azul de seis alas, que necesita cambiar su hielo para sobrevivir, el escamoso pez bípedo de tez rosada, cuya aletas crecen tanto que torpemente caminan fuera del agua en busca de la carne que se les promete… Tras muchos años trabajando para Fernando Alaján, los rumanos habían terminado por tomar aquellos seres de fantasía por parte de su rutina, aunque siempre intentaban pasar un rato para verlos antes del anochecer.
Finalmente, el equipo mixto restante se encarga de las tareas del hogar tales como limpiar rápidamente toda la casa y preparas un ostentoso y enorme desayuno antes de que despierte el señor con hambre. Dos horas más tarde de todo esto es cuando finalmente despiertan al dueño de la casa, le sirven en el comedor y, realmente, el resto del día se ocupan de dar rondas silenciosas por la casa y cada una de sus habitaciones a fin de que todo esté a expensas de los deseos del doctor y el más perfecto orden.
Ese es el día a día de todo el servicio excepto de uno.
-Baptiste, venga acá.
El francés Baptiste Delout era la mano derecha de Alaján. Su misión era ser la recordadora oficial del médico, su taquígrafo personal, y por supuesto su mensajero veloz. Poseía el lujo de poder despertar mucho más tarde que el resto de sus compañeros aunque su día era mucho más intenso y castigado. Era la sombra del amo en todo momento lo que habían convertido su parloteo y humor en una callada introversión. Así lo había querido don Fernando, pues según él, su carácter le producía jaqueca. A pasos forzados y obligados había ido aprendiendo el arte médico por práctica y grandes libros que le exhortaba leer. Se le hacía pasar consulta durante todo el día junto al médico y después, hasta que el sol se consumía tras las montañas partían a hacer ejercicio por el bosque. Todo con una frialdad casi demoníaca.
Aparte de la fatiga, Delout agradecía ese trato preferente de su señor. Había aprendido tal variedad de saberes desde los quince años que permanecía allí que su visión del mundo había sido expandida hasta un punto inimaginable a la lujosa vejez de apenas la treintena. Sin embargo, el comportamiento de su maestro le causaba un estupor contradictorio. Sabía muy poco sobre él.
Por otro lado, la vida para Alaján era una dádiva divina. Yacía entre cómodas mantas que no dejaban ningún resquicio para el frío. Tras llenar el buche de buena manera y engalanado con una inmaculada bata blanca, salía a una pequeña edificación afuera de la gran casona, junto a los barracones del servicio, la cual era su pequeña y eficaz consulta. Desde que había instruido a Baptiste en su arte y apenas llegaban dolencias mayores por allí, Delout se encargaba del papeleo administrativo y los turnos.
Abría gratuitamente para las comarcas colindantes, ya que por esos años del señor profesiones liberales como la suya no abundaban por aquellos lares. No le importaba aquel gesto altruista ya que subsistía del mercado agrario y no evitaba una carcajada cálida cuando llegaban regalos de pacientes agradecidos y que le daban poco de lo que tenían. Alaján sin duda era un buen hombre. En realidad, un perfecto actor.
La puerta de su despacho se cerraba por última vez aquel día. Él se dirigió a la ventana que abría sus vistas a los campos tras su despacho. Sonreía complacido, pues aquella noche iba a ser luna llena. Llamó a Baptiste, como hacía todos los días de luna llena y conversaron durante casi una hora. El doctor lentamente fue amoldando, adoctrinando la cabeza de su sirviente. Necesitaba una mente y un cuerpo entrenados para su propósito. Al final de su encuentro, toman una copa, que sutilmente va cargada con una droga. El sirviente no sospecha y el amo lo sabe. Estaba casi listo.
Al ocaso del día en la casona y tras la retirada con el crepúsculo del servicio rumano, incluido al protegido Delout, los españoles cual reloj se presentaron en el salón a la espera de su señor. Éste, silenciosamente, reía complacido.
-Verán que no ha sido precisa gresca ni reyerta alguna para penetrar en muros de superstición… os lo aseguré – aclaró tomando una soberbia copa de coñac. En sus sosegados gestos se apreciaba una tensión acumulada perceptible solo para la aguda visión de sus sirvientes. El señor estaba sediento de matanza. Como una función que no se cansa, durante aquellos quince años repetía el mismo discurso, como una burla a la impotencia de los que le rodean – Como barrunto, habrán rondado durante el día que les fue exculpado las comarcas que lindan con esta casa. Sus habitantes son, increíbles.
Alaján entreabrió la boca para probar otro sorbo de alcohol que le quemó el esófago. Los presentes advirtieron sus colmillos elongados. Aquella noche poseía una vibrante calma que precedía a la tempestad. El doctor sonrió al techo, cerrando sus ojos y mostrando su cuello a los presentes mientras con lentitud abría su camisa. Una cruz cristiana que pendía les cegó como luz al despertar. Entrecerraron los ojos.
- Ellos que creen que sus hechizos y confabulaciones nos alejan. Están muy equivocados, ¿no es cierto? – calló para que se acostumbrasen a su invisible resplandor — Yo les di poder, vástagos…
Se comenzaron a atender aullidos en el exterior. Alaján se aproximó a uno de los muchos autómatas de metal que custodiaban los pasillos de la casa, e ignorando que se encontraba reunido les robó una espada, desencajándola con audaz maestría. Hecho, pasó junto al retrato de La Pasión yendo directo a la entrada que abrió de un patadón brusco y enfadado. En el exterior había calma, la helada tranquilidad que templaba los ánimos de las gentes para dormir que sin saberlo era antesala a la carnicería. El doctor se sabía guiado por sus amparados acólitos. No existía cabida para la duda en sus ojos de demonio, inyectados en sangre. Tenía miedo, un terror excitante. Chascó la lengua y comenzó a ordenar el ataque en un latín viejo y desgastado, olvidado en las profundidades del Inframundo. Ese lugar tan abrasador del que procedía.
“Corred mis hijos, vástagos de mi carne maldita. No tengáis miedo de fenecer en vuestra marcha. Yo os protejo, yo os protejo.”
Así, sin más explicación sus súbitos salieron despedidos por la puerta, atravesando de una sobrehumana zancada las herrumbrosas verjas, cristianas murallas del mal, para saciar su sed aquella noche. Alaján, en un último acto ritual extendió su brazo y al pronto primer grito que escuchó esa noche sajó su muñeca, rasgó la delicada y marmórea piel que lo cubría para dejar caer la sangre que nunca acababa. Bebió de su propio ser, pervirtió la poca esencia humana que le restaba. Ese aluvión carmesí que estallaba de entre sus manos quemaba su milenaria garganta, hervía sus ropas y le hacían olvidar el transcurrir de la arena en su reloj. Minutos después cerró las puertas, seguro de que no dejaba pistas en dirección a su alcoba donde acabaría su noche ajeno al exterior, como inocente galeno adinerado. Como hombre ajeno a aquella aviesa depravación hasta que un nuevo día le despertase.
***
El sonido de algún mozo ebrio sacó de sus ensoñaciones a Marcos. Abrió con desgana los ojos. Estaba aturdido, desorientado y no recordaba bien qué hacía allí. Mejor dicho no sabía dónde estaba y empezó a asustarse. Dio un brinco en el que se puso en pie cuando el tiempo se detuvo. El griterío de la tasca fue convertido en un pulso de fondo. La vista se le nubló y todo pasó a escala de grises. Por unos instantes el pequeño Uceda quedó en un puente entre la dimensión de la cordura y los idos de locura y vida.
-Marcos – dijo una voz- recuerda.
Una serie de imágenes se superpusieron. Estaba contemplando un colapso de información a una vertiginosa velocidad. Pasó el minuto, dos, tres. Se veía recitando palabras en ningún idioma humano, sentía que era peligroso hacerlo pero que había que intentarlo por una noche. De sus oídos cayó un hilo de sangre. Ahogó un grito. Abrió su boca sin emitir sonido, todo lo que pudo. Le dolía la cabeza. Y de repente, todo se esfumó con el sonar de doce campanadas. Medianoche.
Salió despedido hacia la cama y quedó inconsciente unos minutos. Al despertar volvía a ser él.
-Por poco…- se escuchó.
Marcos era un vampiro pero había renegado de su condición muchos años atrás. En realidad, no tantos como le parecía. Se levantó con cuidado a una palangana y se secó la sangre seca que pendía. Hecho, se aproximó cuanto pudo a un espejo cercano y abrió la boca hasta que le dolieron las comisuras de los labios. Allí, como ruinas de un ejército muerto cuatro colmillos mutilados desprendían una malevolencia cada vez más neutral. Sometida. Él mismo se los arrancó la primera vez que sus instintos dieron rienda suelta. Demasiados cayeron intentando controlarle y ninguno más debía hacerlo.
Sin ánimo de fustigarse por mucho más comprendió que la luna llena estaba en su cenit y que una vez más había resistido su influencia con el conjuro que tenía preparado. En aquellas cortas ocasiones en las que el mes mostraba completamente el reflejo solar en la luna, las criaturas sensibles a lo sobrenatural perdían el control sobre sus actos. Afortunadamente, cuando perdió parte de su condición vampírica, y gracias a que estaba todavía vivo, aprendió a detener ese impulso. Más bien le enseñaron pero eso era una larga historia que no tenía tiempo de recordar.
Se echó un par de túnicas encima y puso marchar sigiloso a la puerta de la posada, encubierto por el barullo fiestero. Por su desgracia estaba cerrada. Aquel imprevisto le sentó como una jarra de agua fría. Había pasado por alto el halo de superstición de aquel lugar, el mismo que lo había retenido fuera al amanecer. Ahora, frente a los collares de ajos que pendían del marco de la piedra, puso pies en polvorosa a las cocinas antes de que las nauseas le traicionasen. Para acceder a ellas no tuvo problema y enseguida salió bajo la distracción de los cocineros por una de las ventanas que aireaban la estancia durante la mañana. Fue sencillo abrirla y escapar.
Envuelto en un halo de sombras, corrió escudado por las paredes. Echó un vistazo a las cuadras, comprobando el estado de Cicerón. Más tarde se escabulló por una arboleda cercana, alejada del camino. Aquella noche tocaba explorar.
No sabía a ciencia cierta qué buscaba. En realidad sí pero el momento no era el adecuado. Le era de interés esperar que los refuerzos tomasen la zona junto a él para decidir dar un ataque. De pronto paró su marcha.
-Ataque… – musitó.
Nunca había pensado en ello como tal. Buscaba la condena, el sufrir de aquel monstruo pero nunca atacarle por la espalda, desprotegido. Lo había oído entender como degradarse. Entablar un combate resultaba una idea burda y maltrecha si se comparaba con la índole de sus pensamientos. No hay mayor sufrir que aquel sacado del ceder. Reanudó sus pasos. La nieve envolvía todo en un velo blanco que hacía monótona la vista y difícil la memoria. Súbitamente, un golpe.
Un porrazo bruto y despiadado, sin contención, frío como la noche que le embriagaba le asestó en la nuca tal daño que casi quedó en la inconsciencia. Por primera vez agradeció su ruda condición. Volteándose de cuerpo entero, incapaz de hacerlo con el cuello lanzó vistas voladas sobre su alrededor, en busca de su agresor. Tenía una mano en la nuca, que notaba un corte producido por algo afilado, garras. Recobrando la compostura algo le asustó. No lo había escuchado. Como descargas aterradoras un creciente pánico ascendió por su pierna izquierda. Un mal augurio, pocas cosas escapan al fino oído de un depredador excepto otro predador. Se apoyó de espaldas contra el tronco, agudizando todos sus sentidos e incluso se vio obligado a conjurar un sencillo rastreo para poder dar con ‘eso’. Los acontecimientos se precipitaban a un ritmo que no le estaba gustando.
-Muéstrate ante tu semejante, bestia – imperó en vano. Conocía perfectamente el instinto de su especie. Aquel vampiro le quería muerto sin temer a anticipar acontecimientos. El mundo oscuro era extremista.
Obligado pues, a sacar destreza de adentro a menos para alejarlo y huir, abrió su boca mostrando sus mutilados colmillos. Percibió una mueca odiosa y asqueada de entre las sombras. Era un traidor, se lo había confirmado. Provocando una ráfaga de ira incontenible, el sujeto de abalanzó desde la rama en la que se escondía en busca de la yugular de Marcos. Él, que esta vez estaba sobre aviso pudo corresponder finalmente a su ofensiva.
-Helios – pronunció claramente señalando con el dedo a su fortuito adversario.
Por segunda vez aquel día hubo un lapso entre lo que pidió y lo que quería. Antes de ver su conjuro partir de su índice derecho, le vinieron a la cabeza las consecuencias de realizarlo, las advertencias de quien se lo enseñó. Sin embargo, sería un golpe letal para el enemigo.
De súbito salió del ensimismamiento y una luz infinitamente brillante emergió del hechizo. Luz del sol. Gritó, gritaron. El dolor que producía la suma intensidad solar era insufrible, inefable. A los pocos segundos una de las voces calló a la par que la luz se disipaba. Alguien había caído.

Parte 2: Negras mueven ficha.
Alaján suelta un respingo en mitad de la noche y despierta asfixiado. Está sudoroso, ha tenido una pesadilla. No, ha sido mucho más real. Ha sido un presagio contra él, un aviso de su agradecido Averno. Aproxima las comisuras de sus párpados, escrutando el silencio de su habitación. Todavía está la luna llena y sus seis sirvientes seguían de caza. Telepáticamente les ordena regresar, sigue teniendo los nervios en la boca del estómago y no quiere arriesgar una pérdida en sus filas.
Queda mascullando presentimientos, para su sorpresa encontrados. Terminó por cerrar los ojos y concentrarse en sí mismo, buscando qué puede estar amenazándole. Hay muchas fieras que desatan su ira en el plenilunio aunque pocas las que tienen el poder de dar jaque a un vampiro. Sale de la cama en traje de noche, llega al salón y con los nervios destemplados bajo su perfecta calma se sirve un coñac a la espera de noticias. Se relame los colmillos, saborea la guerra, prevé cuanto se están anticipando sus planes y teme por sus intereses.
-No… – se dice – todo marca un tempo rápido, pero fácilmente llevable por el director.
***
Cicerón despierta un momento de su letargo al sentirse palmeado mientras le llaman por su nombre.
-¿Cicerón? ¿Eres tú? ¡Al fin os alcanzo!
El borrico, alegre por la presencia del su amigo el brujo rebuzna en mitad de la cuadra. Su acompañante le regaña por armar escándalo. Después, como si no se percatase de que estaba hablando con un animal comienza a atosigarle con ritmo lento a preguntas. El señor, de tez arrugada, barba gris y extravagantes vestimentas asiente, cambia la expresión del rostro, acaricia su larga melena con cada ruido que el animal profiere. Da la sensación de conversar. Al rato, una perturbación sobresalta a ambos; al asno por oler la lucha en el viento; al excéntrico por saber la naturaleza la magia que rezumaba desde el bosque, el cual, alegando una muda despedida se lanza a la carrera. No olvida embadurnarse en protección mágica, la noche iba a ser más larga de lo esperado. Marcos era un impaciente.
***
Marcos está apoyado contra un árbol, embriagado por el hedor de sus vómitos, el mismo que le hace repetir, lloviendo sobre mojado. Su aspecto es deplorable, el potente sol le ha dejado quemaduras por todo el cuerpo que perpetuarían como cicatrices vitalicias en su piel. Está muy mareado, como golpeado con mil cargas ponzoñosas en el estómago. No obstante sigue en pie. Uno de los lujos de estar vivo con ese veneno del vampirismo corriendo por sus venas era la mayor tolerancia solar. Su adversario, reducido a momia irreconocible, no podía decir lo mismo. A saber las décadas de más que habría vivido de más con la maldición a sus espaldas.
A medida que recobra la compostura, el chico decide hacer de tripas corazón y sobreponerse. El frío calma sus heridas y aplaca las náuseas. Sin dilación en perder un instante, se acerca hacia los restos del monstruo y murmura algo en un lenguaje muerto. Pasa la mano sobre el cuerpo inerte y este comienza a brillar con malevolencia. Hasta que no pasasen un par de meses no se disiparía la malignidad de aquel cadáver. De inmediato, ese brillo se vuelve estela y sale de su recipiente, volviendo atrás según los pasos que había tomado el vampiro antes de llegar. Marcos tenía una habilidad innata para el rastreo como taumaturgo y cazador. No pierde el tiempo y corre tras los rápidos pasos del enemigo caído.
Un nerviosismo inopinado comienza a cosquillearle la sesera. Aunque lo negara era joven y aquella situación le superaba. Temía fallar por la marcada antelación, por el juicioso y minucioso plan trazado con ayuda que ahora no tenía, durante años; temía toparse ante el miserable y temblar su mano al ejecutar condena; temía llegar a ser otro monstruo más en la lista de busca y captura. Los ojos se le empañan. El recuerdo, como un compañero nostálgico, se le aparece una como tantas otras y las imágenes se suceden, le hacen recordar quién es y de qué lugar procede, en su querida España, en su olvidada casa.
Corrían tiempos hostigados por aquel entonces para los Uceda y, sin embargo, no habían dudado en adoptar al pequeño huérfano. En realidad, a pesar de la cruenta situación, les había llegado aquél como dádiva divina. La familia fue la gloria del recién nacido, al que llamaron Marcos, como su difunta madre hubo querido. Adela Nicolás, la nueva madre del pequeño, era una humilde y fantasiosa sirvienta de una finca en la comarca a la que iba todos los días desde el alba hasta la caída de la noche. El tiempo había ido curtiendo de forma tradicional, casi inculcada, su carácter a más tenaz, infatigable, duro. Pedro Uceda, su esposo, no más era que un destripaterrones de los desgastados minifundios del noroeste, hermano de otros siete a los que Marcos solía ver con regularidad y que, para perplejo de las costumbres de la época, aceptaron al pequeño sin rechiste ni replique. De este modo, al final, el niño creció en una infancia aburridamente ordinaria: penurias temporales de sueldo y hambre, trabajo desde joven, algunas nociones estudiantiles que le gustaba recordar y sí, algún que otro amorío con las mozas del pueblo. Aunque qué sabría él de esas cosas a los trece años, con tres a sus espaldas removiendo tierra de sol a sol. De mamá todavía recuerda el calor de sus arropes antes de dormir, sus incansables historias y sus contundentes pucheros. De papá los consejos protectores, las quejas por partirse el costado y pensar que no llegaría a viejo, el olor de la constancia en su sudor por traer un mendrugo de pan todos los días a la mesa. ¿Y los hermanos de Marcos? No existían. Nadie sabía poner causa a por qué Pedro y Adela jamás pudieron tener hijos. Quizás estuvieran esperando por siempre a Marcos, a quien jamás le contaron, hasta su lecho de muerte, que no eran sus verdaderos padres. Así, creyeron, y de hecho consiguieron, darle una infancia feliz que recordar.
Fue en ese mismo año cuando sus padres enfermaron terriblemente por una grave epidemia que venía desde Europa. Los últimos meses de sus supuestos progenitores fueron una agonía continua: bulbos por el cuerpo que explotaban como pústulas de pus, fiebre, delirios, sudores, mareos y un sinfín de calvarios. La vitalidad de Marcos se esfumó por momentos. No obstante, no contrajo la enfermedad, no al menos esa. Su ánimo hizo despertar la ponzoña que llevaba años aletargada bajo la piel, palpitando en sus venas sin mostrarse. De no ser por el viejo Edmund, ahora no podría saltar de árbol en árbol como hacía sin poner en peligro a todos los seres que se le acercasen, como bestia en de hecho era.
-¡Detente ingrato! – escucha una voz, como salida de sus propios recuerdos. Vira cabeza a izquierda y cuando va a repetir raudo la misma acción a la derecha tropieza y se precipita contra el níveo suelo. Unas manos salidas de la nada le agarran de los pies antes de que sus débiles huesos crujan contra el hielo. Queda colgando del vacío. – ¡Insensato!
Por fin, recompuesto descubre el rostro de su agresor.
-¡Edmund! – grita, entre susurros, de un respingo – ¿Cómo diablos me has seguido? – espeta sin sorprenderse demasiado, como si pensase que estaba tardando demasiado. Por un momento sus muros emocionales se decaen y dejan mostrar un atisbo de alegría por su acompañante.
-Eres silencioso para los humanos, pero los animales huelen tu peligro a leguas. Desde Bucarest creo que no ha habido bestia en tu camino que no supiese decirme adónde ibas. – calla un momento – y por supuesto, encontrar a Cicerón fue de gran ayuda.
El hechicero termina de salir de una rama en la que se encuentra medio inmerso mientras que Marcos sube por la misma para sentarse. De un vistazo a la lejanía comprueba como la luz de su hechizo se mueve hasta disiparse. Están cerca de su objetivo. El recién llegado reclama su parte de atención.
-Eh, querido pupilo, sigues en presencia de tu superior – le dijo, callando un imperceptible segundo – contra el que te has insubordinado.
Se hace un incómodo silencio, tras el cual, Edmund intenta taladrar su apartada mirada. Se vergüenza, se siente pequeño cuando le regaña, porque lo hace con razón. Él había sido la persona que le había salvado del vampirismo. Era un brujo, filósofo, astrónomo y qué sabía él de cuántos títulos más poseía, o de cuan larga era su vida. Los años lastraban su espalda que encorvaba hacia delante y una tupida y larga melena gris iba siempre bien peinada en su coleta. Una barba de igual semejanza hacía lo mismo sobre su pecho. Vestía siempre de verde o marrón, como la tierra que aseguraba darle poder, vestimentas gruesas, estrafalarias como su mismo carácter. Era un tipo raro, aunque no despectivamente. Edmund, Edmund a secas, era un hombre especial. Comprobando su mutismo, creyó conveniente continuar su discurso.
-Bueno, advierto que sabes qué debes hacer, que no deberías haber hecho y por qué estoy acá – le sonrió tras su selvático bigote – de modo que mejor terminar con gracia la que hemos pifiado a no poder arrepentirnos cuando estemos sin cuello. Al fin y al cabo, has matado a uno de sus acólitos, no tardará en venir a por ti – enmudeció y acabó con centenario guiño surcado de arrugas – bueno, a por nosotros.
-¿Y qué haremos entonces? – viró hacia donde había desaparecido su hechizo de rastreo, un par de cientos de metros allá. Su voz, en principio acobardada como tras cada encuentro de ese tipo, fue cobrando vigor – el conjuro ha traído hasta aquí los pasos de la bestia que me atacó. Por acá debe estar su escondrijo.
Edmund rió, sin saber Marcos por qué.
-Muchacho, nada de escondrijos cual alimaña, ¿olvidas que tu padre es médico?
***
-Cuatro… cinco. – termina de contar el galeno.
Cinco. Ni uno más, ni uno menos. Al tiempo, sus súbditos parecen al borde del ahogo, estrangulados por unas manos invisibles que les hacían colgar en mitad del salón. Estaban siendo castigados.
-¿Habéis comprobado que Baptiste dormía? – espera una respuesta y continua – Bien.
Se escuchan crujidos mientras da la vuelta, en dirección a la entrada principal. Cuellos rotos. Alaján juega todo a una última baza, entre las sombras, hacia el barracón de sirvientes.
***
Maestro y pupilo reposaban a las afueras de la mansión, camuflados entre los arbustos por protección mágica. Incluso sin sangrar el sonido de sus latidos o el olor de su tibieza carmesí era demasiado intenso para un vampiro de tal calibre de modo que Edmund había embadurnado a Marcos en hechizos de banalidad, como a sí mismo había hecho hacía rato.
-El terreno tiene una protección mágica – comentó el anciano – y es poderosa, la veo tan clara como a ti. Imagina la mayor metáfora exagerada que puedas y será excesiva, pero aun así es una protección poderosa – comentó chistoso.
Marcos asintió sin prestar mucho caso a las ya conocidas gracias del abuelo. Sus heridas habían casi desaparecido y se sentía más recompuesto gracias a los ungüentos y teúrgias que Edmund había conjurado para él. Aun así, la ligera mención a Alaján le sobrecogió incapaz de controlar sus temblores. Tenía miedo, dudaba. Una gruesa y tosca mano lo abrazó contra la calidez de un amigo.
-Tranquilo. – repetía.
Uceda cerraba unos enrojecidos ojos. Intentaba no pensar en su padre como un ser humano. Nada quedaba ya de aquel noble galeno del norte castellano.
-Recuerda – continuó Edmund – El poder de Abyssus reside en su parte viva. Al igual que tú, no es herido por las armas convencionales en esta materia. No pierdas el control. Ya no es Fernándo Alaján, es un títere. Lo sabes, lo viste cuando la sangre del demonio palpitó por primera vez bajo tu piel. Para Abyssus eres poesía, eres un vástago que no ha venido de ultratumba, compartes su poder. – agacha la cabeza, despidiéndose de su pupilo por última vez, aunque sin ser la primera que trazaba ese plan – Deberás confiarlo, acercarte, ser mordido o hincar los colmillos tan hondo como puedas. El resto confíalo en mí.
Así, sin precisar más determinación ambos se fundieron en un abrazo, intenso, poderoso como la amistad que se profesaban. Al separarse el mayor le agarró de la cara y le deseó suerte, le besó la frente y le confió un adiós que no dejaba de repetir en susurros. A su pesar, cuando el pequeño se libró de la protección de la oscuridad y de los mantos mágicos que le camuflaban, sólo derramó una lágrima. En su longeva vida había visto partir a muchos seres queridos, por todos había llorado, pero el carácter se enfría y agria. Marcos, por su parte decidió ser inexpresivo, dejó su mundo con Edmund, a buen recaudo y decidió efectuar el golpe siendo nadie, aunque quizás se incitase a serlo. Era muy sencilla su actuación, y no por ello menos costosa. Abyssus, el demonio vampiro que tantos años atrás había matado a su padre biológico, Fernándo Alaján, ocupando su cuerpo todavía con vida, y que había mordido a su mujer, su madre, la que a punto de parir transmitió un veneno dormido a su prematura criatura. Mal que años más tarde le hizo convertirse en bestia, contemplar como Abyssus devoraba a su todavía vivo padre en la memoria de sus genes. Masacrar su infancia, marcar su vida.
Las puertas herrumbrosas que comunicaban a los jardines nevados de la casona se abrieron de un estrépito y en las sombras se apreciaba la sonrisa malévola de quien encuentra respuesta a un acertijo que le inquieta.
-Pequeño Alaján, cuánto tiempo- .
Marcos murmuró el conjuro premeditado y se lanzó suicida, a su perdición. Comienza un atropello desenfrenado de ataques. El poseído cuerpo de Fernando enarbolaba las garras con la maestría de un campeador en batalla. Sus ojos inyectados en sangre, su furia, sus anhelos por someter a Marcos atragantaban a cada espectador con una intensidad sobrehumana, abrumadora. El joven contrincante, que apenas se movía para detener alguna que otra estocada iba perdiendo en agilidad y determinación. La experiencia de la vejez centenaria contra la vitalidad de un veneno prematuro, hasta que padre Alaján erró en la vehemencia de la carnicería. Un frenesí colérico, un ahogado maldecir que tañía como el réquiem de una paz hiriente, un corte brusco en el transcurso de la batalla. Rumanía entera se detuvo, curiosa, tensa desde la primera a la última roca perdida en el alba. Escuchaban el cántico que, un viejo mago llamado Edmund a secas, magnificaba con dolor en el gesto. Su hijo le retenía, paralizándolo con su energía, con dientes e incluso, agonizando, con sus propios colmillos rotos.
Unas ramas negras comenzaron a emerger con estruendos intempestivos del suelo, negras cual ónice. Atrapaban a los demonios, agarraban sus esencias hacia una cárcel que no existía más allá de los cimientos del mundo, por mil eternidades que jamás acabarían. Abyssus y Marcos se precipitaron hacia el interior de ninguna parte, sus espíritus volaron raudos, casi apremiados por un insufrible pánico. Un instante después, el canto cesó. Un instante después, dos cuerpos se desploman. Un instante después, Edmund se cree solo, triste, desolado. Un instante después no le quedan instantes para contar sus penas y grita, se derrumba, muere. Comprende, en ese instante después, que un demonio es astuto.
***
Baptiste Delout extrajo sus colmillos del anciano cuello que dejaba sin vida. El viejo taumaturgo caía al suelo limpiamente. Dio un leve giro a su espalda y comprobó los otros dos cuerpos inertes. El inservible Alaján y su perdido hijo. Su sonrisa se amplió. Percibía la juventud de su nuevo cuerpo.
Apenas había sido unos minutos antes. Ilusos. Todavía le quedaban muchas vidas por segar.

 

 

Jorge Martínez.

 

ALGO DIFERENTE

Vampiros. El mito más famoso de todos. ¿Os gusta a vosotros?, a mí no. Una historia que resultaba interesante en sus comienzos ha quedado totalmente transformada, a peor, claro. Estos seres sobrenaturales me producen algo contrario al miedo, me dan risa, y esto pasa por las historias tan patéticas que se inventan algunos. Lo normal es imaginarse a un vampiro muy blanco, muy siniestro y por supuesto que beba sangre. En primer lugar: ¿Por qué tienen que ser todos blancos, acaso no pueden tener variaciones? Segundo punto: Yo pienso que puede haber vampiros simpáticos, que no quieran hacer daño, aunque estén obligados debido a su naturaleza e instintos. Y por último: ¿sangre? ¿Qué pasa con los nutrientes para vivir y eso…?

Yo tenía esta idea desde pequeña, desde la primera vez que me leyeron un cuento de vampiros. Ese día les puse la cruz (un chiste…). Pero algo me pasó que hizo que se rompieran mis esquemas. Conocí a una vampira. Sí, como lo oís.  Claudia es mi amiga de la universidad y en una de las largas tardes de estudio me confesó su mayor secreto. Al principio creí que estaba de broma pero poco a poco fui notando en ella comportamientos algo extraños. No salía a cazar de noche con la luna llena ni nada, pero nunca la vi comerse un bocadillo, ensalada o un simple café. Solo beber de una pequeña botella que siempre la acompañaba. Cuando decidí creerla me contó que se trataba de sangre light que compraba en el mercado para vampiros. Lo sé, suena muuuuy patético. Me entró muchísimo miedo, pero Claudia ya se temía mi reacción y con voz tranquilizadora me relató su historia:

Nací en un barrio en las afueras de Málaga, el más peligroso de la zona. Los robos y el vandalismo eran frecuentes, salir a la calle era una auténtica aventura, con finales desoladores. Gracias al cielo no me metí en los asuntos que acechaban al barrio: drogas, objetos robados…Pero fue imposible que algo de aquello no me salpicara. Y apareció él. No creo que hagan falta muchas palabras para que entendáis lo que pasó entonces. Era un chico encantador y misterioso. Me condujo al oscuro mundo de las sombras, convenciéndome de que los dos debíamos alcanzar la inmortalidad. Le hice caso como una tonta, ¿qué podía perder con aquello? Solo era una comedura de cabeza que alguien le habría hecho al pobrecito. Vaya, que me dejé llevar a un sitio muy raro y con una tenue luz al fondo. Él se quedó un poco rezagado y claro tomando algo de carrerilla me cogió de los hombros por detrás e hizo una mordida en el cuello magistral. Aparte de sus fríos dientes solo sentí un escalofrío, el peor de los que te puedas imaginar, que recorrió todo mi cuerpo. En ese instante comprendí en qué me había convertido. Demasiado obvio. Vampira. Vaya decepción, nunca me han gustado. Con el tiempo averigüé que no era tan malo. Los vampiros están muy extendidos por todo el mundo y, menos los psicópatas como mi ex, son pacíficos. Creo que te harás la pregunta que yo también me haría si fuera tú: ¿acaso solo bebes sangre? Pues sí, la verdad. Y la explicación racional de por qué somos inmortales es que la sangre tiene propiedades que hacen que las células no mueran. Chulo eeeh.

Jamás me mordió el cuello y no la vi resguardarse  del sol en días de verano. Lo que quiero decir con esta pequeña historia es que cada uno es diferente y no debemos generalizar.

Paula Pineda Izquierdo.

 

 

No olvidéis que podéis encontrar más información en el recomendable blog del proyectoLecturas Viajeras: http://www.lecturasviajeras.es/